Estamos en una época en la que la gente se saluda menos. Pocos son los que saludan por la calle, en el tren, en la tienda… incluso al entrar o salir de una iglesia. Y, sin embargo, como demuestra el autor en este cautivador libro, un gesto tan ordinario como el saludo tiene un poder extraordinario.
Saludar, como un niño, es el ofrecimiento previo de uno mismo, la entrada en la vida del otro.
Al saludar a alguien, uno lo reconoce como un interlocutor digno de consideración, lo considera interesante, con la esperanza de ser a su vez interesante a sus ojos. Saludar es también un acto de valentía: quien saluda primero pasa a depender del que es saludado.
Si luego leemos bien la Biblia, descubrimos cómo Dios también se revela como alguien que saluda, y saluda primero.
En efecto, el saludo, como enseña la parábola del «Padre misericordioso» («se echó a su cuello y le besó»), es la expresión más elevada del verdadero amor.
Por tanto, ¿será posible creer alguna vez que «Dios es amor» y esperar siempre el primer saludo de los demás?
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